Ya no se ve como antes
- Rebeca Bolaños Cubillo
- 5 oct
- 4 Min. de lectura
Si me dieran un dólar cada vez que alguien suelta la frase “ya no se ve como antes”, estaría escribiendo esta columna desde una villa en la Toscana, con una copa de vino en la mano, arrecostada en las piernas de mi amante y con el mar de fondo. Pero no, estoy aquí, en la versión que tengo ahora de mí misma, escuchando el eco de esa frase que circula como un comentario inocente y termina siendo casi un veredicto del tribunal del colágeno.
Porque pareciera que en algún rincón secreto del planeta se firmó un pacto universal: las mujeres deberíamos mantenernos como congeladas en la foto de la primera cédula de identidad: con la piel brillante, la sonrisa radiante y ni un rastro de la vida vivida. Y si el pacto falla, pues ahí está la frase de rigor: “ya no se ve como antes”.
La aplican sobre todo a mujeres famosas. Basta que una actriz reaparezca para que internet, con su lupa de cruel honestidad, declare: “¡Qué le pasó! ¡Ya no se ve como antes!”. Como si hubiera algún hechizo capaz de mantener idéntica a una persona después de tres divorcios, dos hijos, cinco mudanzas, una pandemia y las hormonas bailando flamenco en la menopausia.
Y no hace falta ser celebridad, entre amistades, familiares y hasta en la fila del súper, siempre habrá quien compare la versión actual con la de hace veinte años. “Te ves diferente”, dicen, con la misma sorpresa con la que anunciarían que un perro ladra o que el agua moja.
Y lo dicen con ese tonito ambiguo que pretende ser un cumplido, pero huele a diagnóstico. “Te hiciste algo, ¿verdad?”, o peor: “No te has hecho nada, ¿verdad?”. Como si ambas opciones fueran, de algún modo, sospechosas. Si te lo hiciste, traicionaste la autenticidad. Si no te lo hiciste, traicionaste las expectativas. El cuerpo femenino, al parecer, siempre tiene que rendirle cuentas a alguien. Sos culpable por exceso o por defecto: de arrugarte, de engordar, de tener canas, de no tenerlas, de envejecer, de seguir viva.
Y claro, con tanto juicio flotando, no sorprende que muchas terminen recurriendo al bisturí, al pinchazo o al filtro milagroso. No por vanidad, sino por pura supervivencia simbólica. Por no escuchar ese “ya no se ve como antes” convertido en sentencia. Es una cirugía en defensa propia.
Porque el sistema no solo lo dice con palabras, también lo susurra desde el algoritmo. Cumplís cuarenta y de pronto las redes se vuelven un catálogo de emergencia: colágeno hidrolizado, ácido hialurónico, “lifting”, bótox preventivo, cremas con ADN de unicornio (literal, así lo anuncian) ¡y ni qué decir de cuando cumplís cincuenta! De repente, el mundo digital te mira como si fueras una manzana a punto de oxidarse.
Y si, además, tenés la osadía de dejarte las canas, el entorno reacciona. Algunas personas te felicitan, como si hubieras sobrevivido a una guerra; otras te miran con esa mezcla de ternura y preocupación que se reserva para quienes han renunciado a la esperanza, incluso me han sugerido pintarlas porque me "vería más joven". Pero a mí mis canas me encantan: son como luces que muestran que he vivido, que sigo aquí, que ya no tengo ganas de disimular ni una sola hebra de lo que soy. Anuncian experiencia y desobediencia a la vez.
Mientras tanto, los hombres envejecen en paz. Sus canas son “interesantes”, sus arrugas “de carácter” y sus ojeras “misteriosas”. A nosotras, en cambio, nos toca la carrera contrarreloj del colágeno perdido. La biología no perdona, la cultura tampoco.
Y lo más paradójico es que esa presión estética no viene solo de ellos, sino también de nosotras mismas. Porque hemos crecido entre espejos deformantes: madres que se lamentaban por sus “años mozos”, mujeres que celebran cumplir 30 diciendo “ya estoy vieja”, revistas que prometen “recuperar tu figura de los veinte”. Al final, una aprende que envejecer no es un proceso natural, sino un error que hay que disimular.
Yo confieso que también he tenido mis momentos de nostalgia estética. Alguna mañana en la que me descubro buscando la luz buena del baño para maquillarme mejor, o revisando fotos viejas con una mezcla de nostalgia y curiosidad antropológica: ¿esa era yo? Pero enseguida me río, porque claro que ya no me veo como antes. Tampoco pienso, ni amo, ni me aguanto lo que me aguantaba antes. Agradezco lo que esa piel atravesó: lágrimas, noches sin dormir, amores, desamores, orgasmos, hormonas revolucionadas y me parece una falta de respeto no dejarle al menos una arruga, algo de flacidez y algunas canas de recuerdo.
La verdad es que sí, ya no me veo como antes. Y menos pienso invertir mi sueldo en parecer una versión antigua de mí misma solo para que algún desconocido diga “qué bien conservada”. Conservadas las mermeladas; yo prefiero estar fermentada, viva, cambiante, impredecible.
Y ojo, no tengo nada contra quien se opere, se pinche, se rellene o se planche. Lo que me revienta es que la presión sea tan grande que parezca la única salida para seguir siendo “aceptable”. Que la elección se convierta en obligación disfrazada de libertad.
Quizás el problema no sea que envejecemos, sino que hay toda una industria que vive de hacernos sentir culpables por hacerlo. Si las mujeres dejáramos de perseguir la eterna juventud, se desplomaría medio internet: las cremas, los filtros, los suplementos, los procedimientos milagrosos y hasta los coaches de “autoestima radiante” tendrían que reinventarse. Y eso sería una revolución estética y económica al mismo tiempo.
Así que sí, ya no me veo como antes, por suerte. Ya no tengo la misma piel, pero tampoco la misma ingenuidad. Ya no tengo la misma cintura, ahora tengo una cintura moral a prueba de idiotas. Ya no tengo la misma cara, pero tengo más caras: la de madre, la de amante, la de amiga, la de mujer que se ríe de sí misma frente al espejo, con las canas brillándole como pequeñas medallas de resistencia y las arrugas de la sonrisa mostrándose orgullosas.
Cambiar no es una tragedia, es un privilegio, una revolución. Significa que el tiempo nos ha dejado pasar por él y si alguien insiste con su “ya no se ve como antes”, le voy a sonreír con mis arrugas y mis canas y decirle: “Gracias, mi amor, el exorcismo funcionó. Tampoco pienso vivir como antes, ni callar como antes, ni disculparme por existir en esta maravillosa versión de mí misma”.
Después de todo, lo único peor que no verse como antes, sería seguir viéndose como antes: igualita, intacta, sin historia.
Comentarios