Carta de amor a Bogotá
- Rebeca Bolaños Cubillo
- 23 sept
- 3 Min. de lectura
Bogotá, pronuncio tu nombre y algo en mi cuerpo se acomoda distinto. No sé si es tu aire frío que me obliga a respirar con más fuerza, o esa certeza de estar frente a una ciudad que me enamoró en la segunda mirada, cuando pude recorrerla y sentir el abrazo cotidiano de su gente.
Tu altura me puso a prueba. Cada paso fue un recordatorio de que el cuerpo necesita adaptarse, de que en tus calles se respira distinto. Y, aun así, me abrazaste desde el primer instante. Me recibiste con una mezcla de rigor y ternura: el frío que corta, la montaña que sostiene, la gente que sonríe como si el calor viniera de un fueguito interno.
Caminar por tus calles fue recorrer un cuerpo amado. Reconocí en vos cicatrices y tatuajes: las grietas de tus muros, los colores de tus grafitis, las huellas de un pasado que convive con la urgencia del presente. Te miré y me miré: descubrí que en tus contradicciones también están las mías. Sos solemne y desenfadada, antigua y moderna, rigurosa y desbordada, todo al mismo tiempo.
Hay momentos en que parecés infinita. Tus avenidas se abren como venas por donde circula un torrente de voces y pasos, de ríos y flores, de palabras montadas en libros, de historias escondidas en artículos diminutos. El sonido de los buses, el bullicio de las plazas, las conversaciones en los cafés: todo se mezcla en un ritmo que es solo tuyo. Pero también tenés instantes de intimidad inesperada: un balcón lleno de flores en medio de las paredes de ladrillo, un vendedor que ofrece arepas con una voz cantada, una bruma suave que baja de la montaña y se posa en los techos de la Candelaria como para protegerlos.
Lo que más me enamoró fue tu honestidad. No intentás disfrazarte. Te mostrás con todas tus contradicciones, como una ciudad que no teme dejar ver sus heridas. Sos vulnerable y poderosa, ruda y delicada. Y quizás por eso resultás tan humana.
En vos y con tu gente descubrí que el arte no está encerrado en museos: está en cada pared pintada, en cada esquina donde la música aparece sin anunciarse, en la forma en que tus habitantes convierten lo cotidiano en celebración. Sos un lienzo itinerante, una obra colectiva escrita por muchas manos. Y estar ahí, en medio de tus montañas, me recordó que vivir también es un acto creativo.
Me gusta cómo tu gente lleva el tiempo en otra clave. Pueden correr para alcanzar el bus, pero también se detienen a compartir un café, a escuchar, a dejar que la conversación tome el tiempo que necesita.
Al caer la tarde, Bogotá, te volvés aún más íntima. Las luces empiezan a encenderse como las pequeñas bombillas que iluminan la ventana de mi apartamento. La ciudad bulliciosa se transforma en un espacio de confidencias. Es el momento en el que abrazás, en el que se escucha tu respirar, cuando tus contradicciones se aquietan y lo que queda es la certeza de tu presencia.
Y entonces entiendo: te amé porque sos intensa, porque me enfrentaste sin concesiones. Porque me obligaste a reconocerme en tu caos y me regalaste la posibilidad de encontrar belleza incluso en lo que no espero.
Me conquistaste con tu fuerza indomable, con tu capacidad de ser muchas ciudades al mismo tiempo, con tu manera de obligarme a mirar más allá de lo evidente. En pocos días fuiste vértigo y refugio, altiplano y callecita, neblina y sol que aparece de golpe. Tu gente fue el abrazo que nunca pedí y que, sin embargo, necesitaba.
Podría decir que llegué a vos por la cultura y el arte, por las palabras, por los encuentros que reunís en tu territorio. Pero lo cierto es que tu mayor bienal sos vos misma y el mayor encuentro es el de quienes te sostienen en el corazón. Tu obra más grande es tu propia existencia: un mural que nunca se termina, un poema escrito con metáforas que se transforman a medida que pasa el tiempo, una canción que cambia de ritmo en cada esquina.
Bogotá, lo confieso: me marcaste para siempre. Me voy con la certeza de volver, porque en tus calles me reconocí distinta, porque tu abrazo de ciudad me enseñó otra forma de amor.
Y así, entre la neblina y la altura, entre tu caos y tu ternura, me dejás con la certeza de que lo nuestro no fue un viaje: es una declaración.
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