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Manual de navegación para una mujer que ya no quiere controlar el clima

La primera vez que me di cuenta de que había perdido el control fue un martes cualquiera. Ni eclipse, ni tragedia: solo una taza de agua de coco que se volcó sobre mi pantalón y el asiento de mi carro y una explicación que nunca recibí. Dos señales menores, pero suficientes para desarmar a quien solía planearlo todo con precisión quirúrgica.


Antes de los cincuenta yo creía que el orden era sinónimo de equilibrio. Si lograba anticipar los tropiezos -pensaba- no iba a salir lastimada. Me sentía una estratega emocional: siempre supe cuándo retirarme, cuándo avanzar, cuándo aparentar calma mientras por dentro se me caía el decorado. Pero los años afinan el oído (aunque una esté más sorda) y hay un punto en que una empieza a escucharse el cansancio de la propia vida.


Ese martes, mientras limpiaba el desastre del agua de coco, noté algo absurdo: ya no tenía ganas de pelear con nadie, ni con nada. Ni de entender tampoco. Ni de explicar. Quise soltar la esponja y, por primera vez en mucho tiempo, dejar que las cosas siguieran su curso, aunque el curso fuera una pequeña marca en mi pantalón que parecía como si no me hubiera dado chance de ir al baño, así pasé dando mi taller toda la tarde: con el pantalón empapado y el descaro en la sonrisa.


Desde entonces sospecho que las brújulas también se auto calibran. Ya no las llevo en la mente, sino bajo la piel, se activan con una palabra amable, con una mirada cómplice, con un silencio compartido, con la paz de no tener que demostrar nada. Mi brújula ahora no apunta al norte; apunta a la ternura. Y eso, créanme, desorienta más que cualquier huracán.


Lo había sentido desde antes, en conversaciones livianas con alguien que no tenía idea del mapa interno que yo arrastraba. Me habló sin prisa, con esa naturalidad que solo tienen las personas que no están tratando de impresionar a nadie. Y ahí, entre su risa y la mía, mi brújula dio un giro: marcó un rumbo sin instrucciones, sin garantías, sin “¿a dónde vamos con esto?”.


No fui yo quien eligió confiar; fue mi cuerpo. Ese mismo cuerpo que antes usaba como escudo y que ahora, con todas sus cicatrices, parece tener mejor puntería que mi cabeza.


He aprendido a reconocer las señales: el temblor leve en el pecho cuando algo vibra en la dirección correcta, la calma después de un abrazo, la claridad que llega justo cuando dejo de pensar. No siempre entiendo a dónde me lleva esa brújula, pero algo me dice que no se equivoca.


Sigo perdiéndome, claro. A veces el imán se vuelve loco: apunta al miedo, a la nostalgia o a los brazos equivocados, pero ya no huyo. Me quedo quieta, dejo que tiemble, que se confunda y espero hasta que vuelva a alinearse sola.


A veces creo que eso tiene que ver con crecer (necesité cincuenta años), con entender que la vida no viene con manual, ni GPS, que la intuición tiene más autoridad que la lógica y que perderse a veces es la mejor forma de llegar.


Ahora, cuando alguien me pregunta cómo hago para orientarme, sonrío. No tengo respuestas, apenas una brújula de piel que late y se ríe conmigo cuando el universo se pone caprichoso y una que guardo en el bolso por si se me olvida la primera porque al final, la dirección importa menos que las ganas de seguir caminando.


Y sí, aún se me derrama la agüita de coco de vez en cuando, pero ya no me importa porque de todas formas siempre encuentro la manera de llegar a mi norte.

 
 
 

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