La casa propia y el miedo a ceder
- Rebeca Bolaños Cubillo
- hace 2 horas
- 3 Min. de lectura
He repetido más de una vez, y a diferentes personas, que la forma de vinculación romántica futura no será vivir en pareja. Que lo ideal es que cada quien tenga su casa, sus rutinas, sus rarezas, y que el encuentro sea un gesto elegido: verse, compartir, hacer "cositas" juntos, pero no necesariamente bajo el mismo techo. Lo he dicho tantas veces que parece una convicción, pero he descubierto que, en realidad, es un escudo.
Últimamente me he cuestionado de dónde ha venido esa certeza. Y lo que aparece, al enterrar las uñas un poco más hondo, no es tanto una decisión clara, sino un miedo. El miedo a soltar mi independencia, a perder esa posibilidad de ordenar el mundo a mi manera. Me gusta tener mi casa como un reflejo de mi propio caos armónico: adornos que tal vez no combinan, recuerdos que solo tienen sentido para mí y mi hija, una distribución de objetos que no responde a normas de revista de decoración, sino a un instinto personal que me da calma y pertenencia. Y en ese espacio me siento libre y soy feliz.
El problema es que, en mis relaciones pasadas, convivir significó otra cosa. En algún momento, sin darme cuenta, nuestro espacio juntos terminaba siendo de ellos, no importaba que yo también viviera allí: cada decisión pasaba por sus gustos, su manera de ver lo estético, lo práctico, lo necesario. Yo podía opinar, sí, pero al final lo que quedaba era lo suyo. Y así, poco a poco, mi voz se iba apagando entre rutinas, muebles y cortinas.
Otras veces fue distinto, pero igual de asfixiante. No era la casa la que hablaba, sino el reloj. Las horas marcaban qué se hacía y cuándo, casi como si viviéramos en un cronograma escolar. El café a tal hora, el almuerzo a tal otra, las visitas, el descanso, las noticias… todo bajo una lógica que no era la mía. En ese guion escrito de antemano, yo era apenas una actriz secundaria.
De esas experiencias quedó una huella clara: convivir significaba ceder, y en ese ceder me perdía yo. Por eso me aferro tanto a la idea de la independencia, porque la veo como libertad. Me digo que tener mi espacio intacto, es garantía de no volver a desaparecer.
Pero también sé que no toda convivencia tiene que ser así. Tal vez el problema no es vivir o no vivir en pareja, sino las condiciones en que se da ese compartir. ¿Qué pasaría si el espacio común fuera realmente de dos, si las decisiones se tomaran en igualdad, si lo diferente no fuera un obstáculo sino una riqueza? ¿Qué pasaría si los vínculos no se construyeran sobre la renuncia de una de las partes, sino sobre la suma de ambas?
A veces pienso que, si ese fuera el escenario, podría incluso disfrutar la convivencia. No como un sacrificio de mi independencia, sino como un lugar de encuentro. Un hogar donde los adornos extraños y los horarios flexibles no tuvieran que ser escondidos, ni negociados, sino parte de un paisaje compartido.
Lo que temo, entonces, no es a la vida compartida en sí, sino a la repetición de viejos patrones: a ceder hasta borrarme, a convertirme en alguien que se acomoda tanto a lo otro que deja de reconocerse en el reflejo. Y ese miedo, lo entiendo ahora, es lo que me ha llevado a levantar la bandera de la independencia absoluta.
Tal vez no se trata de elegir entre vivir sola o en pareja, sino de aprender a imaginar relaciones más justas, más equitativas, donde la libertad de cada quien no esté en riesgo. Donde mi casa pueda seguir siendo rara y exótica, y la del otro tenga sus propias manías, y aún así podamos construir un espacio común que no nos borre, sino que nos potencie.
Al final, lo que deseo es sencillo: poder compartir sin desaparecer, convivir sin que haya rendición, amar sin que eso implique la renuncia a la voz propia. Y eso, quizás, es más una tarea de imaginación y de valentía, que de distribución y arquitectura.