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Me interesa, punto.

El cortocircuito del interés

Parece que mostrar interés en alguien es casi un acto subversivo. Si digo que un hombre me atrae, la traducción inmediata es: “se lo quiere llevar a la cama”. Si me interesa conversar con él, la interpretación automática es: “ya está pensando en casarse”. Como si cada gesto, cada palabra, cada guiño, llevara inscrito un contrato oculto o como si a esta edad me interesara compartir el espacio sagrado de mi hogar con cualquiera. La verdad es que, conmigo, a veces solo es curiosidad, nada más.


¿Por qué cuesta tanto aceptar que la atracción existe sin ser una orden de compra? Puedo sentir que alguien me gusta sin que eso implique que estoy armando la logística de una luna de miel. A veces me basta con una risa compartida, con la forma en que pronuncia una palabra, con el modo en que escucha. Me atrae, sí, pero no necesito poseerlo, ni reclamarlo, ni firmar un contrato de exclusividad, en realidad no me interesa firmar nada.


Conversar no es casarse

También pasa con la conversación. Si quiero hablar con vos, si busco un espacio para conocerte mejor, ya parece que estoy jurando amor eterno. ¿Desde cuándo sentarse a conversar se volvió una especie de preacuerdo legal-nupcial? No, yo quiero hablar porque me interesa saber quién sos, cómo pensás, qué historias llevás encima. Nada más. Puede que después de tres charlas descubra que no me gustás tanto como parecía, o que realmente me gustés mucho, puede que me gustés, pero descubra que no se puede. O puede que en realidad haya más afinidad para ser amigos. O que la química inicial se desvanezca y eso está bien.


Pero no, la sociedad parece exigir certezas absolutas: si mostrás interés, entonces ya es todo o nada. Y si no querés todo, mejor no mostrés nada. Ese blanco y negro es injusto, y sobre todo es aburrido. Yo quiero los matices, los grises, las escalas que existen entre un hola, un te quiero y un te amo, comprendiendo que no siempre se pasa de lo primero y casi nunca se llega a lo último.


El fantasma de la mala interpretación

Siempre aparece el famoso: “ojo, porque si mostrás interés, él va a pensar que…”. Bueno, que piense lo que quiera. No soy responsable de lo que el otro interprete de mis gestos. No puedo vivir cuidando cada movimiento para evitar las fantasías ajenas. Mostrar interés no debería ser un campo minado donde cada palabra se convierte en una bomba. Y sin embargo, ahí vamos, llenas de advertencias y cuidados innecesarios.


Ejemplo: si le escribo “me encantaría tomar un café con vos” o si le muestro que disfruté su conversación, ya parece una declaración en clave, una invitación a la cama o la antesala de una relación formal. No. Solo fue que tu conversación me pareció interesante. No. Es un café. Con espuma, con conversación y, si acaso, con la posibilidad de que descubra que me aburrís soberanamente. Y si pasa, listo, no hay más. ¿Cuál es el drama?


El derecho al ensayo

Lo más curioso es que a cierta edad nos quieren quitar el derecho al ensayo. Como si ya no pudiéramos tantear, explorar, probar. Como si todo gesto tuviera que estar cargado de intenciones definitivas. No, gracias. Quiero seguir con la libertad de decir: “me interesa” y después decidir si sigo o no. Quiero el derecho a equivocarme, a entusiasmarme y luego darme cuenta de que no. A reírme de mí misma si resulta que confundí la química con física molecular.


Mostrar interés es, sobre todo, una señal de libertad. Significa que sigo despierta, que no me he atrofiado, que todavía me permito la curiosidad. Y si de ese interés no sale nada más que una charla agradable, pues ya gané (y vos también porque es genial hablar conmigo). Porque en el fondo, interesarse es eso: abrir una puerta, dejar entrar un poco de aire fresco. Si después esa puerta se cierra, perfecto. Y si se abre a un pasillo más largo, también.


Punto final (o puntos suspensivos)

Así que, ¿qué de malo tiene mostrar interés? Nada. Absolutamente nada. El problema no está en mí, sino en el manual social que insiste en que cada gesto debe traducirse en un proyecto a largo plazo. Yo prefiero otro camino: me interesa, punto. Y si ese interés se convierte en otra cosa, bienvenida la sorpresa. Y si no, pues ya está: fue solo interés, como cuando me detengo a mirar un paisaje bonito o a tomar un refresco, o a ir al baño, antes de seguir manejando en un viaje largo.

 
 
 

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